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El retiro del comandante Ríos (Parte I)

  • Mauricio Romo López Arce
  • 7 mar 2017
  • 2 Min. de lectura

I

El comandante Ríos llevaba varios minutos observando fijamente el farol de la calle Cruzadas. No desvió la vista ni siquiera cuando la luz comenzó a parpadear; pensaba en lo frágil que puede ser la vida de un policía, cómo puede terminar en un chasquido.


Cuando captó la intermitencia del farol y poco después vio que se extendía progresivamente hacia el resto de las casas, supo que nada estaría bien. Entonces recibió un aviso por el intercomunicador: “Comisaría de Policía a Comandante Ríos. Se están reportando distintos casos de agresiones en varias zonas de Valle Negro. Pasen a la Comisaría a recoger su equipo y prepárense para acudir”.


En casi completa oscuridad, el comandante se quedó atónito, con un sudor frío que recorría su frente. No sabía cómo actuar. A sus 61 años, a muy poco de retirarse, perdió práctica en combatir a las presencias extrañas. Y él sabía que se trataba de eso.


Su escuadra salió de la cafetería a toda prisa, y sin que él dijera nada se montaron a la patrulla y supieron que irían en dirección a la comisaría. Ahí guardaban todas las armas, las municiones y el equipo de protección. Sin eso, estarían perdidos.


Recorrieron a toda velocidad las calles que separaban la cafetería de la pequeña comisaría. Todos iban callados, a diferencia de cuando iban rumbo a la cafetería, que no podían dejar de hablar y comenzaban a desesperar al comandante. En ese momento, él hubiera deseado que siguieran hablando.


Llegaron a la comisaría y estacionaron la patrulla por la parte de atrás. Salieron todos muy silenciosos, con movimientos suaves, y se pararon en fila. El ambiente estaba muy tranquilo, pero hacía mucho viento. Los árboles se precipitaban unos sobre otros como péndulos, bajo una noche espectral que enmarcaba todo como en un aura de misterio. Se enfilaron los cuatro policías detrás del comandante, que abrió la puerta trasera muy despacio, produciendo apenas un leve chirrido.


Entró casi de puntillas. La oscuridad era absoluta dentro. Eso era un mal augurio. No se podía ver a más de un metro de distancia. Con una seña de mano, su escuadra lo siguió también con cautela. Al llegar al pasillo principal, el comandante concluyó que la comisaría se había vaciado repentinamente. Vio que en la recepción el intercomunicador seguía encendido. Pensó que la mejor estrategia era que se separaran, y que cada uno cubriera un pasillo diferente. Dio la señal, aclarando que si descubrían algo sospechoso, alertaran a los demás en seguida. Así, cada policía tomó un camino diferente y el viejo agente se perdió envuelto en la oscuridad.

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