El retiro del comandante Ríos (Parte II)
- Mauricio Romo López Arce
- 9 mar 2017
- 2 Min. de lectura

II
Se sentía solo. Caminando por su cuenta en el pasillo, sin nadie que le cubriera la espalda, el comandante Ríos se sentía desprotegido. Como si cualquier cosa pudiera aparecer de repente y atacarlo sin que él pudiera reaccionar. Siguió avanzando, indeciso, por la oscuridad reinante de la comisaría. Iba tembloroso, con el sudor que escurría y mojaba su uniforme desgastado. Se sintió doblemente mal por la cobardía y el miedo paralizante que engendraba bajo esa apariencia de policía veterano y experto.
Llegó a la puerta de la sala de municiones después de unos segundos que le parecieron eternos. Pegó primero la oreja a la superficie de la puerta, con la intención de ver si se encontraba alguien del otro lado. Se concentró para escuchar detenidamente, pero sólo sintió las pulsaciones de sus latidos en el oído. Entonces se separó y giró la manilla de la puerta.
Abrió despacio, con la incertidumbre de quien no sabe lo que encontrará del otro lado de la puerta. Cuando tuvo plena visión de la habitación, se quedó pálido por ver la espalda de un agente sentado en el banco frente a él, con una escopeta entre sus manos, limpiándola con esmero como si se tratara de un trofeo. Su chaqueta leía: Policía Estatal. Por un segundo, al comandante le pareció curioso y terrorífico a la vez; le recordaba mucho a un capítulo de alguna novela de Alberto Rivera, en la que sucedía algo muy similar. Incluso la policía de sus novelas siempre representaba al cuerpo estatal. El agente misterioso se levantó, dejó ver su tremenda altura y complexión e hizo al comandante olvidar lo que estaba pensando. Se dio la vuelta y quedó cara a cara con él.
No pudo creer lo que estaba viendo. Estaba paralizado. Lo primero que pensó fue que su cabeza le estaba jugando una broma. Ante el comandante se encontraba su antiguo compañero de servicio, el agente López. Había muerto en combate diez años atrás, pero ahora estaba ahí ante él, con unos ojos que no parecían los suyos. El comandante Ríos vio que una sonrisa maligna se formaba en su rostro, y se quedó inmóvil mientras el fantasmagórico agente López levantaba lentamente su escopeta para apuntar a su cabeza.
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